Alcaraz ya no es Carlitos

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Hubo un momento en el que Toni Nadal ya no podía manejar a Rafa, su sobrino y su pupilo.

Ocurrió en el 2017. Rafael Nadal sumaba 31 años y 17 títulos del Grand Slam en el salón, pero también arrastraba un abanico de problemas físicos que condicionaba su futuro.

Cada una de sus victorias era un Everest. Los triunfos eran exigidos, cada vez más, y traían servidumbres: a Nadal le costaba cerrar los intercambios, no sumaba puntos gratis.

Toni Nadal le dijo que aquello no podía seguir así: si quería perpetuarse, su sobrino tenía que mejorar el servicio. Sí o sí, no le quedaba otra. No podía haber tanto desgaste en cada victoria.

 Carlos Alcaraz of Spain greets his coach Juan Carlos Ferrero following his victory over Jannik Sinner of Italy in the Men's Singles Final on Day Fifteen of the 2025 French Open at Roland Garros on June 08, 2025 in Paris, France. (Photo by Clive Brunskill/Getty Images)

Juan Carlos Ferrero y Carlos Alcaraz, en junio 

Clive Brunskill / Getty

Rafael Nadal arqueó una ceja. Y su tío-entrenador entendió el estado de las cosas: se hizo a un lado mientras buscaba alternativas. Localizó a un técnico que hubiera sido un gran sacador, que luciera un buen palmarés como tenista y que tuviera algún tipo de ascendente sobre su sobrino. Alguien que le hablara de tú a tú.

Así llegó Carlos Moyá.

Y de la mano de Moyà, se elevó un Nadal mejorado, con un servicio más eficiente, y otros cinco títulos del Grand Slam.

(...)

Según nos contaba Tommy Robredo en estas mismas páginas, “a lo largo de una carrera deportiva, las necesidades cambian (...) No todo el mundo sirve para todas las etapas (...) El entrenador vive siempre al límite. Para hacerte mejorar tiene que exprimirte, tensar la cuerda y llevarte al máximo rendimiento sin que esa cuerda se rompa”.

Sus palabras me conducen a Alcaraz, a mi manera, el documental que, desde hace unos meses, podemos contemplar en Netflix.

En el documental, Juan Carlos Ferrero, decía:

“Su entendimiento del trabajo y del sacrificio es diferente al nuestro. Me genera dudas de si así [Alcaraz] puede llegar a ser el mejor de la historia”.

Era un discurso público, para nada en petit comité, y nos anticipaba muchas cosas. Nos contaba que el niño, Carlitos, se había hecho grande pero quería seguir siendo Carlitos. Y que Ferrero, entonces su entrenador y algo así como su segundo padre (Tommy Robredo dixit también), debía enfrentarse a una nueva realidad. Ya no se trataba de llegar, pues ya se había llegado. Ahora se trataba de mantenerse.

El documental sacó a la luz las divergencias, el debate que estaba fisurando el grupo. Y ante los enviados especiales, en junio y en París, Carlitos, ya un líder ATP, un veinteañero con un abanico de títulos del Grand Slam, dijo:

–Me voy a mantener, os lo voy a demostrar, y será a mi manera.

A su manera: con un espíritu alegre, con un punto bon vivant, tomándose algún respiro, manejando los tempos, fiándose al trabajo pero sobre todo, a su talento.

Todo debía ser a su manera, este era su mantra, y el balance le avaló: como ganó aquel Roland Garros, su quinto grande, repitió la cantinela tres semanas más tarde, en Wimbledon. No ganó aquí, aunque alcanzó la final, pas mal.

Visto desde fuera, nada que reprocharle: Carlitos, juguetón, seguía sintiéndose Carlitos.

Otra cosa es el dogma.

Ferrero, su segundo padre durante siete años, se aferra al dogma y opina que Carlitos ya no es Carlitos, sino más bien un tenista llamado a ser leyenda. Y para ser leyenda, no basta con llegar. También hay que mantenerse.

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